Dios tiene misericordia
“Pues tendré misericordia de sus iniquidades,
y nunca más me acordaré de sus pecados.”(Hebreos 8:12)
Ella se lo había
advertido una y otra vez; se lo había
reclamado en diferentes tonos, pero no había conseguido absolutamente nada,
pues él -su esposo- había
persistido en sus malas decisiones,
desafiando a la vida, toreando a la
muerte , sobreviviendo al borde
del abismo. Hasta que llegó el día en
que los presagios de ella se cumplieron, pues aquel ladrón confeso había sido apresado por una serie de fechorías, para las cuales no existía misericordia, rescate o fianza,
válidas. La sentencia era contundente e
inapelable y se llevaba a cabo en esos momentos: muerte en la cruz.
Y allí estaban ahora,
tres destinos pendiendo en sendos maderos: a un
lado su esposo, al otro lado, el
compinche, de éste, ; y, en el
centro alguien a quien
llamaban : Rabí, Mesías, Jesús…
A esas alturas a ella se le había terminado el deseo de
mirar a su marido; por eso desde que comenzó
la ejecución se mantenía cabizbaja,
gastando las últimas lágrimas que le quedaban después de todos esos años
de convivir con el sufrimiento.
No se atrevía a mirar… ¿para
qué? si conocía de memoria la mueca de
frustración sembrada por tanto tiempo en
el rostro de su hombre. No lo miraba, únicamente esperaba el
momento en que alguien de la soldadesca
llegue a quebrantar las piernas a los crucificados.
De pronto un diálogo inusual
se dio arriba, sobre la cabeza de
la mujer. La voz de su esposo
manifestando: “Acuérdate de mí, cuando vengas en tu reino”. Y la
respuesta inmediata de parte del personaje
del centro: “De cierto te digo
que hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Fue entonces cuando ella
levantó la vista; afinó el oído;
no entendió el diálogo en sí, pero pudo comprobar que el rictus de rencor, resentimiento y
dolor que durante todos esos años había identificado la faz de su amado, de improviso se había convertido en un gesto
inhabitual de serenidad, de paz,
de gozo. Sí, el gesto de su marido, esta
vez no era de malestar, ni de frustración;
era más bien un gesto cercano, al que -según contaba la gente- habían
visto en el rostro de: ciegos, encorvados, cojos, paralíticos, leprosos,
endemoniados, y otros más que habían recibido sanación de ese
tal Jesús, que allí también se encontraba crucificado.
Queridos amigos: es verdad que mientras más pronto cambiemos
nuestro rumbo equivocado de vivir, o mientras más pronto decidamos invitar a
Dios a ser el centro de nuestra existencia,
la recompensa será mayor. No obstante, la misma aspiración concede el Señor a quien se halla en el lecho de la
enfermedad, en la desolación, en el desaliento,
tras los barrotes de una
cárcel, o a pocos minutos de encontrarse
con la muerte. Claro, para ello existe una condición vital, que es el
arrepentimiento sincero y de corazón, ese toque maravilloso hacia la
conversión, que va más allá de
experimentar un simple cargo de conciencia, o un fugaz remordimiento,
por miedo, por temor, por conveniencia personal.
La Sagrada Escritura dice: “Que abandone el malvado su
camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para
perdonar, y de Él recibirá misericordia”. (Isaías 55:7)
Autor: William Brayanes